El patrón se repite si hablamos de cualquier tipo de violencia: al otro lado siempre hay mujeres y mucho miedo. Alrededor, demasiado a menudo, un silencio atronador: el de los que no miran para no tener que ver
En Ponferrada, en León y en Sebastopol deberíamos ver 'Soy Nevenka' y pensar si en el último cuarto de siglo hemos logrado cambiar cosas. A quienes se conocen la historia real que cuenta la película de Icíar Bollaín que acaba de estrenarse en cines, la historia del primer político español condenado por acoso sexual (el exalcalde de Ponferrada Ismael Álvarez), todo les sonará: en más de dos décadas se ha trillado el tema, especialmente desde que una periodista madrileña puso el foco y se empeñó en contar el caso. En el documental 'Soy Nevenka', producido por Ana Pastor (Netflix, 2021), quedaron las cosas claras.
¿Por qué ver entonces 'Soy Nevenka'? ¿Qué hay de nuevo? Esta película acongojante de una directora que sabe bien cómo contar los mundos de las mujeres (imperdibles y devastadoras sus 'Te doy mis ojos' y 'Maixabel', para reír y pensar 'La boda de Rosa') es un viaje durísimo de la mano de la superviviente, un recorrido en que el espectador se pone en la mismísima piel -llega a temblar con ella- de la economista ponferradina que osó denunciar a su jefe por acoso sexual y padeció el reproche y la incomprensión de casi todos. La actriz protagonista, Mireia Oriol, se convierte en una jovencísima Nevenka Fernández, y el espectador caminará de la mano de ella en su calvario.
No es una película nada cómoda. Todo lo contrario. Diría que te sacude, te remueve y te destroza por dentro. Este recorrido sobre las consecuencias de la valentía de denunciar es sobre todo un viaje doloroso -y necesario- para reflexionar sobre si el reproche social vuelca la vergüenza y la culpa en los verdugos... o en las víctimas.
Sobre si es justo que a la angustia y la asfixia que paralizaron a Nevenka la sociedad le añadiera, a mayores, una buena dosis de soledad y abandono, amén de las perlas que le dedicaron algunos -y sobre todo, algunas- y si seguimos viendo "normal" lo de dejar tiradas a las víctimas.
En las pocas entrevistas que ha dado Nevenka para promocionar la película (imperdible su testimonio en El País y en el #ObjetivoNevenka que La Sexta le dedicó), ha contado que la denuncia era su única posibilidad para sobrevivir. "De no haber denunciado, habría muerto, no tenía otra opción", dijo a Borja Hermoso, y "denunciar significa romper con todo, y que te rompan". Ella tuvo claro que quería vivir -"o morir"- peleando.
En su encuentro televisivo con Ana Pastor, Nevenka dijo sentir "compasión" por quienes tanto dolor le causaron. "Ya no me peleo con lo que dicen de mí". "Era la España en la que vivíamos", dice una Nevenka que lleva el sufrimiento en los ojos.
Y una se pregunta si de verdad esa España ha cambiado tanto como quisiéramos cuando sabemos de casos como el de La Manada, el de Gisèle Pélicot, el de Raquel Díaz... Si la dignidad apabullante de estas mujeres servirá para que aprendamos a arropar a las víctimas.
Aún demasiadas mujeres están hartas de pasar un miedo que pesa, asfixia, mata. Por eso se fueron al juzgado y señalaron al culpable de su sufrimiento: Ismael Álvarez, Dominique Pélicot, Pedro Muñoz, la dichosa Manada.
¿Qué hicimos nosotros, los espectadores de estas tragedias que se repiten ante nuestros ojos sin que apenas nadie pestañee? La violencia de género, el acoso sexual o laboral, la violencia de cualquier tipo no son un asunto privado, por lo que hay que avergonzarse profundamente de un mundo que mira hacia abajo cuando pasa la denunciante y hace como si nada -o palmea, o vota, o consiente- cuando se habla del maltratador.
Mi impresión personal es que la mayoría de las víctimas, tras superar el terror paralizante, están hasta las mismísimas pelotas de ser tratadas como víctimas, de que se las revictimice continuamente, una y otra vez, como si no fueran ellas las que han tenido el valor y la dignidad de levantar la cabeza y plantar cara al animal de turno, aunque en algunos casos las maneras de los condenados fueran un secreto a voces. "Lo peor de estos años ha sido la soledad y el abandono con que me han castigado a mí", cuenta Raquel Díaz, "como si la condenada y apestada fuera yo, que no he hecho más que recibir hostias y silencios".
No puede una ni imaginar el calvario de ninguna de estas mujeres, el miedo que durante un tiempo paralizó a estas denunciantes, que son sólo un ejemplo de mujeres apaleadas que no han tenido el consuelo de reconfortarse con el reproche social contra sus verdugos. ¿Cuánto tiempo tiene que pasar para que tomemos conciencia de que lo que sufrieron Raquel, Nevenka, Gisèle y tantas otras mujeres no es un asunto privado?
La humillación del mutismo de los tibios es también otra violencia, quizá una de las más insoportables. Qué impotencia, qué desesperación debe de ser saber que tienes razón, que la justicia te ha dado la razón... pero que "la calle" prefiere callar, porque es más cómodo dejar la vida pasar, como si cualquiera de estas hostias que casi siempre caen sobre mujeres no pudiera tocar a la puerta de tu casa un día cualquiera.
Por eso hay que ver 'Soy Nevenka' y pensar. Para no tener que avergonzarnos de lo que no queremos volver a ser -unos malditos cobardes- si alguna vez se nos olvidó ponernos del lado correcto de la historia. Lo escribió Leonard Cohen: "A veces uno sabe de qué lado estar simplemente viendo quiénes están del otro lado".
El patrón se repite si hablamos de cualquier tipo de violencia: al otro lado siempre hay mujeres y mucho miedo. Alrededor, demasiado a menudo, un silencio atronador: el de los que no miran para no tener que ver
La opinión, como cada viernes, de Diego Jalón en TRIBUNA
En la despedida, un abrazo fuerte con dolor de corazón, que dicen que el duelo es eso, la evidencia de que te has hecho querer tanto, tanto. Y brindaremos por ti cada 24 de septiembre