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Por Andrés Miguel

Viaje a lo pequeño


En algunas ocasiones he hablado aquí sobre la experiencia de viajar, de salir de un entorno conocido y seguro para aventurarse en lugares, alejados o no, que nos son, sino ajenos del todo, al menos sí más ignotos, acaso más inciertos. He dicho ya que, de algún modo, me siento impulsado a buscar esas vivencias.

Michel de Montaigne sostenía que viajar nos muestra la diversidad y variedad del mundo, lo que obliga a la mente a observar constantemente cosas desconocidas y nuevas. De algún modo, viajar resalta lo diferente en toda su amplitud, así en el idioma, en la comida o en la arquitectura, así en los valores, en las maneras, en la cultura. Mantiene Montaigne que viajar es beneficioso por cuanto ensancha la mente, toda vez que al vislumbrar lo nuevo, lo diferente, lo desconocido, nos obligamos a repensar lo que sabemos, a reconsiderar nuestras creencias. Así lo creo. Cuántas veces, observando lo diferente, he pensado que nuestras maneras, nuestros modelos, no tienen por qué ser los únicos, los mejores, los indiscutiblemente razonables. Cuántas veces he observado conductas distintas a las nuestras y he pensado a bote pronto (sin detenerme a recapacitar), ¡Madre mía!, ¿cómo proceden ahora así?, para descubrir después que hay otros métodos tan eficientes, si no más, que los nuestros.

Multitud de viajeros optan por dirigirse a las montañas, a los grandes espacios, buscando allí vivir esas experiencias que, constreñidos en la ciudad, nos es imposible disfrutar.

El escritor inglés del S. XVII, Thomas Burnet, en su 'Telluris Theoria Sacra' escribió: "Los mayores objetos de la naturaleza son, a mi parecer, los más agradables de contemplar y, junto con la gran bóveda de los cielos y esas regiones donde habitan las estrellas, no hay nada que contemple con más placer que el ancho mar y las montañas de la Tierra. Hay algo augusto y majestuoso en el aire de esas cosas que inspira en mi mente grandiosos pensamientos y pasiones...". Compartimos esto, sin duda, cuando miramos desde lo alto de una colina y se extiende ante nosotros una vasta región de naturaleza que creemos virgen, aún no domesticada. Puede que, incluso, se nos venga a la mente la posibilidad de que exista un Dios hacedor de todas las cosas cuya mano se observa en los trazos de tanta magnificencia, de tanta belleza.

Tendemos a admirar y dar mayor realce a las cosas grandes, a aquellas que no puede prender nuestro conocimiento, a lo inmenso, a lo infinito. Desdeñamos a veces lo pequeño. Lo hacemos viajando y lo hacemos también en casa, en nuestros trabajos, en la vida diaria. Si lo pensamos bien, cuán insignificantes somos. El hombre es pequeño y débil si lo ponemos en referencia con la ciudad en que reside, el país en que mora, la Tierra en que habita. Pero es que la Tierra no es más que una mota de polvo en el Universo. Si crees que tu casa es grande, es porque tal vez no sepas que no sale en los mapas.

Por eso hoy, disculpa que haya dado tantas vueltas, lo que quería reivindicar es lo pequeño.

Estas Navidades hemos hecho en casa un viaje distinto, hemos realizado un viaje al pasado. Hemos vuelto a estar juntos, toda la familia.

Puede que no te parezca gran cosa, puede que no hayamos recibido costosos regalos ni hayamos disfrutado de festines pantagruélicos. ¿Importa eso?

Estas Navidades hemos disfrutado del Universo de lo pequeño, ese en el que brillan, incandescentes, las estrellas de la sonrisa de nuestros hijos, planetas de calor humano, galaxias del amor a nuestros padres y hermanos, cometas de felices horas fugaces en compañía.

Encadenados al trabajo y la rutina diaria añoramos tanto las grandes aventuras que olvidamos disfrutar del maravilloso viaje de lo pequeño, el más cercano a casa, el viaje al interior de la sonrisa de los seres queridos.