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Por Andrés Miguel

La ballena y el gilipollas


Cada mañana, cinco días a la semana, camino del trabajo, paso bajo los arcos del puente más feo de mi ciudad. Se trata de un viaducto para coches que vuela sobre la calle Puente Colgante, en la que vivían mis abuelos; por suerte, ellos tenían el viejo Lucense y la Plaza de Toros frente a sus ventanas y no este adefesio moderno y sombrío, cargado de vehículos hasta la madrugada - pues conecta la Carretera de Madrid con el acceso al centro de la ciudad por el Paseo del Hospital Militar (antes calle de García Morato, D. Joaquín, a quien “levantamos” la placa porque fue un militar franquista, pese a estar considerado en los libros de Historia como el máximo as de la aviación española, al tiempo que fue Profesor de la Escuela de Vuelo y Combate y autor de dos libros: “Vuelo sin visibilidad exterior” y “Acrobacia aérea”… pero en estos líos no quiero meterme hoy, que ya habrá tiempo).

 

En marzo de 2017, el plan alternativo al soterramiento que acordaron Adif, el Ayuntamiento de Valladolid y la Junta de Castilla y León incluía la demolición de este puente y su sustitución por un túnel, habilitado para vehículos y peatones, por encima del cual circularía el tren. Hoy en día, el soterramiento, el plan alternativo y la canonización de León de la Riva son tres quimeras, tres imposibles, y no sé cuál de ellos es el de mayor dimensión.

 

El caso es que, en tres de los arcos del dichoso viaducto, un artista local ha llevado a cabo, supongo con autorización del Ayuntamiento, una obra de arte urbano verdaderamente notable. Ha sido capaz de jugar con las dimensiones del mismo y con la ubicación de los arcos para crear una escena submarina en la que resalta una enorme ballena nadando junto a otros peces. Si te colocas bien, en un punto determinado de la acera de enfrente, podrás ver la escena en toda su magnitud, haciéndose un solo lienzo lo que está pintado sobre tres de los arcos y a una cierta distancia, aquello que, en realidad, son tres dibujos distintos. Tiene mucho mérito cómo el artista ha concebido su obra que, además, está muy bien trazada. Desconozco su nombre, pero tiene mi admiración.

 

Quien no tiene mi admiración es el gilipollas que, a los tres días, dejó para la posteridad su “borrajeta”, su marca, sobre una de las aletas de la ballena. Hay que ser imbécil.

 

Hay numerosos ejemplos de arte urbano diseminados por toda la ciudad. Se han puesto de moda los grafitis en enormes paredes vacías de ventanas o en determinados espacios municipales. Nos gustarán más o menos, como nos gustan o no los cuadros de Pollock o Kandinsky. Para gustos los colores, eso dicen. Sean como fueren esas muestras de arte urbano, lo menos que les debemos a sus autores es respeto. El imbécil de la borrajeta no muestra respeto por nadie con sus actos y, a mi entender, merece que reprobemos su actitud.

 

Con la ley en la mano, es posible que no pueda condenársele ni a limpiar la fechoría, es más, lo mismo va Marlaska y le monta un negociado, en pro de la igualdad de los imbéciles y la eliminación de las barreras de género… considérese que existe el “género gilipollas”, yo no tengo duda.

 

Estoy esperando el día en que la Policía Municipal ponga a este bárbaro a disposición de un juez y el togado tenga los redaños suficientes para condenarle a limpiar, uno por uno, los 147.276 ladrillos del arco que está a unos metros de la pobre ballena herida con pintura. Todos los vallisoletanos saben de qué arco hablo.

 

Dice mi señora que espere sentado… voy tomando asiento.