Con motivo del Día Mundial de la Educación Ambiental, me gustaría recordar aquellas palabras de Nelson Mandela cuando decía que "la educación es el arma más poderosa para cambiar el mundo" y yo diría que la educación ambiental es el recurso más eficaz para vincular la sostenibilidad con el bienestar humano y garantizar así nuestra propia supervivencia.
La educación ambiental es un proceso que permite crear consciencia de los problemas que afectan al entorno del que todos dependemos y de las medidas que podemos tomar para conservarlo y mejorarlo. Ya sea de manera reglada o no, este proceso de aprendizaje es continuo y muy diverso en sus formas. La más evidente es integrar las cuestiones ambientales de manera transversal en todas las asignaturas desde la educación infantil. Pero también se educa recetando “forest bathing” o inmersiones en la naturaleza, como hacen algunos médicos en Canadá para mejorar la salud de sus pacientes y reducir el stress.
Con más de 700 horas de clases que cuenta un curso escolar, es lógico pensar que el aula sea el lugar ideal para llevar a cabo este proceso educativo. Los enseñantes son peones claves para explorar los problemas ambientales, más allá de lo que se exige en los planes de estudio. No estaría de más que los profesores de química dedicasen 10 minutos cuando enseñan la tabla periódica de elementos a explicar todo lo que se esconde detrás del cobalto, un elemento de esta tabla imprescindible para que funcionen las baterías de los móviles. Y es que para que nuestros adolescentes estén constantemente conectados, otros niños de su misma edad trabajan en condiciones deplorables, en la República Democrática del Congo, extrayendo el cobalto y el coltán con sus propias manos y arriesgando su vida en el conflicto armado generado por la extracción de estos minerales. Educar consiste esencialmente en ayudar a abrir los ojos y despertar.
Es necesario también que la educación ambiental trascienda el aula y se haga fuera, convirtiéndose en una experiencia vivencial que establezca conexiones con los problemas sociales, ecológicos y económicos del mundo real. Está comprobado que este tipo de educación experimental mejora las habilidades de pensamiento crítico y creativo, estimulando la curiosidad por saber cómo y por qué suceden las cosas. Se potencia asimismo la comprensión y la tolerancia de manera que se amplía la mente para tener el panorama completo sobre las cuestiones ambientales. Así se va formando una nueva generación de ciudadanos y consumidores informados, capaces de tomar sus propias decisiones y de liderar más fácilmente la sostenibilidad. Aprender en el medio natural, además de ser un verdadero lujo, contribuye a reducir la biofobia y el síndrome de déficit de naturaleza que padecen muchos niños, como bien explica el escritor Richard Louv en su libro Last Child in the Woods.
Ya sea que llevemos a la naturaleza al interior de las aulas o a los alumnos afuera, lo que sí es seguro, es que una buena educación ambiental aporta grandes beneficios para la sociedad en su totalidad. Conocer el entorno que nos rodea, fomenta el sentido de pertenencia a un lugar y así, poco a poco, las comunidades crecen en conocimiento y se fortalecen.
La rapidez con la que se producen los cambios en la actualidad hace necesario que nuestro aprendizaje sea continuo a lo largo de la vida, fundamental para una población cada vez más envejecida. La cultura del aprendizaje ambiental conlleva afortunadamente salir de nuestra zona de confort, para desarrollar todo nuestro potencial y adoptar formas de vida más sostenibles. Generar el cambio, transformar, avanzar... todo este proceso social depende en el fondo de nuestra actitud, pero también, del conocimiento, la persistencia y la convicción de que podemos transformar y mejorar nuestro entorno desde uno mismo.
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