La Constitución acaba de cumplir 45 años, siendo la segunda más longeva de la historia de España, tras la de 1876, que se mantuvo vigente 47 años (hasta que fue suspendida tras un golpe de Estado). En ambos casos, las características comunes que se repiten son el deterioro institucional, la extrema pugna ideológica y la adoración por el terruño (la boina, en el peor sentido de la palabra), que convierten a este país en un caso único de estudio sociológico. Ciento cincuenta años después seguimos empeñados en destruirnos a nosotros mismos.
Desde 1812 los españoles hemos disfrutado y sufrido ocho constituciones, seis aprobadas en el siglo XIX y dos en el XX. Sin discusión posible, la actual es la que mayor período de prosperidad económica y justicia social ha traído al Reino de España, constitución ahora discutida por las formaciones políticas nacionalistas e independentistas (también por los comunistas), que jamás tienen suficiente con las prebendas que les otorgan los distintos gobiernos que necesitan de sus votos en el Congreso de los Diputados.
En los últimos tiempos el país está alterado por una ley de amnistía que no comparte la mayoría de los españoles, según reflejan las encuestas de opinión al respecto. Lo que está ocurriendo con las negociaciones extraparlamentarias entre el Gobierno y el prófugo Puigdemont en Suiza, sin transparencia alguna, con mediador internacional de por medio, tiene atónitos a propios y extraños. Parece la rendición del Gobierno, del Estado de Derecho, ante la necesidad de siete votos -manejados por un huido de la justicia - para mantenerse el poder.
El constitucionalismo está en horas bajas, el presidente Sánchez se ha tirado al monte y ha abrazado las tesis más independentistas en una maniobra pactista que, sin duda, le hará ganar tiempo de gobernanza a costa de un deterioro institucional (y social) nunca visto desde que aprobamos nuestra última carta magna. Los socios del gobierno socialista y sus principales apoyos en el parlamento quieren finiquitar la monarquía, una película que se repite desde hace dos siglos en España.
Recoge la Constitución del 78 "la proclamación de Reyes", no la coronación, lo que explica que la legitimidad de los monarcas no procede de ley divina alguna (como se argumentaba antaño), sino que se conforma en torno a un pacto tácito entre el pueblo y su rey, refrendado por los votos en el Congreso. Las monarquías parlamentarias nada tienen que ver con sus predecesoras. Al menos esto debería ser trasladado con mayor claridad a la ciudadanía para evitar tanto indocumentado voceando por ahí.
La Constitución de 1978 no tendrá vigencia eterna, antes o después habrá que reformarla o cambiarla. La fórmula idónea sería -cuando llegue el momento- que los dos partidos políticos mayoritarios, PP y PSOE, con el ochenta por ciento del apoyo popular, se pusieran de acuerdo en las bases que eviten romper definitivamente la convivencia en este país. Esa es la teoría porque la práctica indica todo lo contrario. Hemos visto al PP facilitar gobiernos del PSOE en comunidades autónomas (País Vasco) o grandes ayuntamientos (Barcelona), pero jamás al contrario. Con eso está dicho todo.
Pese a sus grandes discrepancias ideológicas, los padres de la Constitución, Peces Barba, Cisneros, Roca, Herrero de Miñón, Pérez-Llorca, Solé Tura y Fraga lo hicieron bastante bien. Infinitamente mejor que algunos de los actuales 'estadistas' patrios.