Cuando llegué a Auxerre, en la Borgoña francesa, apenas sabía nada de la ciudad, pero su imagen me cautivó a primera vista. Era un día de finales de agosto en que las nubes amagaban aguacero. Me instalé en un hotelito muy primoroso a la orilla del río Yonne, un afluente del Sena que da nombre al departamento e irriga la ciudad con su cauce navegable de caudal generoso.
La visión del caserío subiendo desde la ribera me impresionó por su aspecto de belleza antigua, inmutable al paso de los siglos, y su tamaño abarcable a la mirada, que invitaba a internarse y descubrir sus distancias cortas. Edificios monumentales de innegable valor patrimonial recortaban siluetas de patrón similar sobre el cielo plomizo, empeñado en fundir su color con el de las piedras hasta difuminar las líneas de unos y otras. Ahí fue cuando comencé a intuir que estaba ante una ciudad especial.
En cuanto inicié el recorrido hasta el corazón de la villa, me fijé en unos triángulos de bronce dorado sellados en el suelo y espaciados para guiar al transeúnte por el centro histórico. Llevaban grabado a un caballero uniformado con vestimenta del siglo XVIII, bajo el que se leían las palabras 'Cadet Roussel', con una nota musical en la parte superior, aludiendo a Guillaume Joseph Roussel (1743-1807), excéntrico alguacil de Auxerre que se hizo construir una casa de forma peculiar (de la que no se conserva más que una placa testimoniando cuál fue su solar de antaño). Su evocación despierta sonrisas porque en 1792 nació una canción satírica sobre él, con música de Jean de Nivelle y letra de Gaspard de Chenu, que tuvo la fortuna de triunfar entre la soldadesca y así se difundió por el país, alcanzando popularidad de inmediato. Hoy en día se ha transformado en una tonadilla infantil, muy extendida entre los niños del país galo.
En la plaza Charles Surugue, una fuente está coronada por una estatua policromada, tan voluptuosa como divertida, colmada de atributos que asociaríamos a un comic, realizada por François Brochet (1925-2001) para representar al Cadet Roussel junto a sus "tres grandes perros", "tres hermosos gatos" y una golondrina, como aseguran los versos de la copla.
Roussel es toda una celebridad. En la postrera novela que escribió Victor Hugo, Noventa y tres (1874), Danton se burla de Robespierre por monopolizar el turno de palabra en la Convención durante dos horas, comparándolo al Cadet Roussel. El compositor ruso Tchaikovsky utilizó la melodía en el Acto II de su ballet El Cascanueces. Y, a finales de los pasados 90, un muñeco del Cadet Roussel se elevó a categoría de mascota del equipo de fútbol local, el AJ Auxerre.
Pero fue cuando me dirigía hacia la Oficina de Turismo, colindante con la preciosa Torre del Reloj, que me encontré con una fascinante segunda escultura de François Brochet de 1977, en memoria de una mujer de aspecto bondadoso refulgiendo con un halo mágico, una suerte de Mary Poppins que hubiera llegado a la ancianidad, rodeada de animales -un perro, un conejo, un caracol- perfectamente mimetizados con su atuendo monótono, negro y gris, compuesto por una bufanda, un sombrerito, un bastón y un bolso rezumando flores, sobre los que resaltaban su pelo níveo y sus ojos azules llenos de vivacidad. Casi medio siglo después de su concepción, la obra me impactó como absolutamente moderna en el tratamiento y ejecución de su temática.
El conjunto emanaba tal encanto, que me detuve a contemplarlo un lapso temporal más prolongado de lo que dictaría el sentido común. Ella semejaba una urbanita de campo, una mezcla reconciliada de domesticidad y transgresión, severidad y ternura, seriedad y simpatía, senectud y pubertad. La escultura me parecía la plasmación del asombro ante la magnificencia que subyace en lo cotidiano. Una auténtica oda a la pureza. El pedestal solo profería dos austeras palabras: 'Marie Noël', dos nociones simples y a la vez gigantescas que no podían sugerir mayor carisma. No fui capaz de determinar si me hallaba ante una figura real o de ficción. En la parte posterior de la estatua, una inscripción tomada de su poema 'La canción de cuna de la abuela': "Siempre el amor. Ve, pobre niño tímido, / no necesitamos la felicidad para ser felices", y otra de 'Canto en la noche': "Tengo en mi corazón un gran Amor / Que recorre la tierra; / Que roba al mundo, llora y quita / el mal del mundo que está sufriendo a lo lejos, / Para llevarlo en mis brazos
de mujer como un niño cansado". Palabras de inmensa hondura y sensibilidad, de autenticidad palpitante, de quien en su primera juventud padeció la cruel e incomprensible muerte de su hermano menor el día después de Navidad en 1904; su niño siempre añorado.
Y en la base, me emocionó leer un párrafo de una carta suya al imaginero: "te agradezco, querido François, todos los golpes con el mazo que me diste…amigablemente". Tal fue la identificación de esta mujer con su inerte alter ego.
En la Oficina de Turismo me explicaron que se trataba del seudónimo de la escritora local Marie Rouget (1883-1967), por méritos propios una de las mejores poetas del siglo XX francés, Gran Premio de Poesía de la Academia Francesa en 1962 y Oficial de la Legión de Honor. Charles de Gaulle, al imponerle la cruz de esta última, dijo: "Señorita, en usted saludo a la poesía".
A partir de ese momento, pude verbalizar la sensación de que Marie Noël era una presencia constante en Auxerre, que seguía aún profundamente vinculada a la ciudad de la que nunca se había separado. Noté además que venía acompañándome. Y crucé la calle para comprar algunas de sus obras en el establecimiento librero de enfrente, al lado del Ayuntamiento. El número 1 de la hoy calle Marie Noël, casa natal de la escritora, es actualmente la sede de la Sociedad de Ciencias Históricas y Naturales del Yonne, a la que a su muerte la autora, sin descendencia, legó toda su producción.
La Oficina de Turismo estaba situada precisamente en el local de la antigua librería Fournier de Auxerre, donde el escritor Nicolás Edme Restif de La Bretonne (1734-1806) comenzó su carrera trabajando como aprendiz. Por ello, a pocos pasos de allí, una tercera escultura de François Brochet rendía homenaje a Restif de La Bretonne en una composición deliciosa: dos efigies, hombre y mujer, sentadas juntas y abrazadas sobre una pila de volúmenes, concentradas en envidiable complicidad ante un libro mientras se abstraen del mundo en derredor hasta llegar a ser invisibles para los viandantes, que deambulan demasiado ocupados o familiarizados ya con la escena como para dedicar unos segundos a pararse a mirarlos. Están acompañados por una lechuza, símbolo de la sabiduría e icono de la cercana Dijon, la capital de la región borgoñona.
Cuando inicié el camino hacia la Catedral de Saint-Étienne, las nubes finalmente se resolvieron a descargar el agua que retenían desde hacía horas. Primero, una llovizna refrescante que pareciera venida de un aspersor celestial; después, unas gotas cada vez más gruesas e insistentes, cuyo repiqueteo se acompasaba con la celeridad que iban adquiriendo mis pasos; y finalmente, una tromba que se arrancaba de las alturas y se desplomaba con velocidad vertiginosa contra las losas del suelo. El primer trueno coincidió con el momento en que cerré la puerta del templo tras de mí, por lo que no supe a cuál atribuir el estruendo.
Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, percibí formas humanas sentadas en ciertos bancos, dispuestas sin orden. Algunos aparentemente rezando, pero la mayoría refugiados de manera improvisada para resguardarse del chaparrón. Permanecí en pie, espectadora del aterrador concierto natural de luz y sonido, quieta junto a una estatua de Juana de Arco que recordaba, orgullosa, que la Doncella de Orleáns, a quien el destino reservaba familiarizarse con otras explosiones, las de la batalla, rezó allí el domingo 27 de febrero de 1429, de camino a Chinon para la decisiva entrevista con el Delfín.
La catedral gótica, en su parte principal levantada en el siglo XIII, cuando entre los negros nubarrones envolviendo las naves un trueno retumbó casi sincronizado con el lacerante flash del látigo de un rayo, brilló indescriptiblemente luminosa, gracias a sus grandiosas vidrieras coloreadas. El agua sonaba terrorífica, amenazante, pero el edificio antiguo le mostraba sus agallas de fortaleza en un combate de colosos. Recorrí la catedral para jalearla y animarla en su lucha, para recordarle al oído sus galones en forma de tesoros y bellezas, para imbuirme en ella y derrotar ambas a la tempestad. El viento nos silbaba insistente, como un espectador desde el otro lado de las cuerdas del ring.
Y el temporal, aburrido por el momento de nuestra tenacidad, poco a poco fue amainando, a la vez que yo descubría en una nave lateral enormes paneles colgados, con fotografías y textos de Marie Noël. Leyendo y contemplando se caldeó mi alma, ayudada por el sol que volvía a colarse por las rendijas y decidí salir en pos de ella, segura de volver a encontrármela, como si fuera la Maga de Rayuela.
Subí entonces hasta la Abadía de Saint-Germain, que por la hora supuse el final de mi visita. Una lindísima abadía benedictina del siglo V, fundada por su obispo Germán de Auxerre, elevado a los altares y venerado en la fe católica y ortodoxa. Desacralizada, acoge ahora el Museo de Arte e Historia. Y allí, en el ábside de la otrora magnífica iglesia, aguardaba un conjunto espectacular de obras escultóricas de François Brochet, parte del grupo bautizado como 'La masacre de los inocentes', estampas de expresividad desgarradora y testimonios del artista, a su regreso de la guerra de Indochina en 1956, de las incurables heridas que infligen los conflictos en los seres humanos. Fueron donadas por él en 1981 a la ciudad de Auxerre, aunque bien merecerían considerarse Patrimonio de la Humanidad.
Brochet era primo de la famosa cantante francesa France Gall (1947-2018), cuyo conocidísimo tema 'Poupée de cire, poupée de son' se alzó con el primer puesto de Eurovisión en 1965. Las figuras de Brochet no son de cera o de salvado, sino señaladamente de madera y alguna de bronce, envueltas en todas las tonalidades del arco cromático, iba absorta pensando. Entonces, volví bruscamente de mi ensoñación al cruzar la mirada con unos inteligentes ojos color azul que me resultaron tremendamente familiares.
Era la réplica preparatoria de la escultura de Marie Noël, ubicada junto a la puerta de la iglesia, cerca de las hermanas nacidas de las mismas manos privilegiadas de su creador artesano. Lástima que las personas pasemos gran parte del tiempo sin comprendernos ni descifrarnos realmente unos a otros; y que algunos de los valiosos y escasos fogonazos de entendimiento se den con quien no puede ya corresponderlos.
Súbitamente, tan pronto surqué el umbral hacia el claustro, retornó con virulencia inusitada el temporal que ingenuamente creí haber dejado atrás en la catedral. Aunque me cazó desprevenida, el claustro tenía dispuestas un número de tumbonas, estratégicamente emplazadas bajo los techos, ante los arcos abiertos, invitando a hacer un alto en el trayecto. Allí me senté, a contemplar la tormenta mientras azotaba el aire y colaba consigo esporádicas gotas de la lluvia torrencial que desbordaba los indefensos canalones, avecindados sobre la piedra secularmente poblada de musgo. En ese lugar que habían habitado tantas personas de tiempos pasados, ante las poderosas fuerzas de la naturaleza, sin prisa ni ninguna otra preocupación más allá de vivir el instante, me sentí a gusto y en paz.
Como diría Marie Noël, no necesitamos la felicidad para ser felices. Esa felicidad con mayúsculas, un concepto casi mitológico que pasamos la vida buscando como El Dorado, no es un bloque compacto que permita ser conquistado de una sola andanada: en realidad, reside escondida, desparramada tras pequeñeces vitales por cuya humildad muchas veces desdeñamos reconocerla, como el personaje necio de aquellos cuentos de cuando aprendíamos a leer. Y se me antojó que Auxerre asentía, desde sus ángulos tallados con latidos de cincel.
Fotografías: Gabriela Torregrosa